Ninguno de los dos había sido nunca tan feliz estando tan rotos. Y estaban juntos, porque no podía ser de otra forma.
Porque las almas gemelas, cuando se encuentran, tienen la obligación de permanecer unidas. Pero es otro tipo de obligación.
Habían deambulado buscando algo que, de pronto, por casualidad, como ocurren todas las historias de amor, encontraron en el otro.
Nunca hubo compromisos, ni promesas, porque nunca fue necesario. Aquí las verdades nunca iban a medias.
Era un amor hecho a medida, cosido, puntada a puntada, con esmero y paciencia, como se deben hacer las cosas importantes.
Eran dos espíritus rebeldes que encontraban la paz en la batalla, la derrota en el conformismo, la felicidad en una mirada triste porque son las únicas que dicen la verdad.
Hicieron de sus defectos constitutivos sus virtudes y decidieron que no habría mejor forma de quedar en el suelo que volando.
Sus peleas no pasaron de la cama más que al sofá, la encimera o cualquier otro nido de desamor. Porque para hacer el amor primero hay que desarmarlo.
Los detalles, esos que mueven el mundo, hacían que fuesen, porque nunca se quisieron poner nombre. Porque las palabras son las guillotinas de los sentimientos, decían.
Él le regaló un ramo de flores secas "para que aprendas a querer a la muerte. Porque cualquiera sabe querer en vida. Y ya sabes que le gente normal..."
A pesar de todo eso, nunca le contaron a nadie lo que tenían, porque tampoco ellos lo sabían, pero también por miedo a que les comprendieran.
Nunca hubo herida que no supieran curarse, ni piel sana que no supieran rasgar.
El atardecer siempre fue veneno y antídoto al mismo tiempo.
Porque sabían que si se perdían, sólo tendrían que ir allí. O cerrar bien fuerte los ojos.
A su "que nos mato", él contestó, por instinto, por miedo, por inocencia, "hazlo para siempre".
Y ella lo hizo.
Ella se mató, porque sabía lo que pasa con el siempre.
Se asfixió, porque él le había dicho que era la muerte más dulce. Pero la encontraron llena de cortes y con los dedos ensangrentados.
Le dejó una nota, escrita con su propia sangre, con su propia vida, donde decía: "te espero, ya sabes dónde, donde se funde el Sol con la Luna, donde no se quemen tus alas, Ícaro".
Y entonces él comprendió que jamás sería normal, porque fue a partir de entonces cuando la quiso más que nunca.
Y no, no fue tarde para ellos.
Este no es un final feliz, porque los finales, por definición, no pueden serlo.
Pero nunca hubo una sonrisa rota más bonita que acompañase a unos ojos más tristes en una habitación de paredes blancas.
Porque él quiso atarse a ella para que no se quedase enterrada en el suelo cada vez que él se atrevía a volar para llegar a ella, que era medio y fin al mismo tiempo.
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