Me pidió que le prometiese que si le pasaba algo, iría, haciéndome pasar por estudiante del hospital donde le ingresasen, a verle y cuidarle. Tonta yo le prometí. Y ahora espero que no le pase nada porque no quiero romper una promesa. Y.
Siempre he tenido pánico a los hospitales.
Que yo sepa, sólo he ido 4 veces: un parto, dos operaciones de mi abuelo y una plaquetopenia que tuvo ingresada a mi abuela tres meses.
La única vez que he ido como estudiante, he visto llorar y gritar al paciente y yo, impotente, sólo podía pensar: cuánto me queda por aprender, cómo tengo que enfriar el alma para que no se me vaya a romper cada día.
El hospital huele a bactericidas, porque hasta las bacterias mueren allí.
Los hospitales suenan a rezos, a llantos reprimidos por no asustar al enfermo.
El hospital sabe a muerte.
Sólo he visto cadáveres en el aula de disección. Y estaban tan muertos, que no podían sufrir. Pero la muerte en sí, la transición, tiene que doler. Como duele la ausencia.
La ausencia de aire, de latidos, de la persona. De la vida.
"Ella es vida, más vida de la que puedo comprar" decían en báilame el agua. Y yo, Ícaro, soy tan pobre que tengo que vivir rápido y teniendo cuidado de no matarme inintencionadamente, no vaya a ser que no te puedas cobrar ese atardecer que te debo.
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