Había llegado a la vejez con todas sus nostalgias vivas. Cuando escuchaba
los valses de Pietro Crespi sentía los mismos deseos de llorar que tuvo en la adolescencia, como
si el tiempo y los escarmientos no sirvieran de nada. Los rollos de música que ella misma había
echado a la basura con el pretexto de que se estaban pudriendo con la humedad, seguían girando
y golpeando martinetes en su memoria.
[...]
A veces
le dolía haber dejado a su paso aquel reguero de miseria, y a veces le daba tanta rabia que se
pinchaba los dedos con las agujas, pero más le dolía y más rabia le daba y más la amargaba el
fragante y agusanado guayabal de amor que iba arrastrando hacia la muerte. Como el coronel
Aureliano Buendía pensaba en la guerra, sin poder evitarlo, Amaranta pensaba en Rebeca. Pero
mientras su hermano había conseguido esterilizar los recuerdos, ella sólo había conseguido
escaldarlos. Lo único que le rogó a Dios durante muchos años fue que no le mandara el castigo
de morir antes que Rebeca.
-Gabriel García Márquez, Cien años de soledad.
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